El día de hoy les comparto uno de los cuentos narrados por Lafcadio Hearn, escritor de origen griego que se casó con una mujer japonesa perteneciente a una antigua familia Samurái, se dice que ella le contaba muchas historias de espectros típicas de Japón y que él publicó en sus obras, esta historia es una de ellas:
Había un joven samurái de Kyoto que había caído en pobreza debido a la ruina de su señor, y se vio obligado a dejar su hogar, y servir al gobernador de una provincia lejana.
Antes de dejar la capital, el samurái se divorció de su mujer, una buena y bella mujer, con la creencia de que podía obtener un buen puesto con otro matrimonio. Entonces se casó con la hija de una familia distinguida, y se la llevó al distrito donde fue llamado. Pero era la edad donde su juventud desconsiderada, y la aguda sensación de querer, que el samurái no pudo entender el valor del afecto que tan facilmente desechó.
Su segundo matrimonio no fue feliz; el carácter de su nueva mujer era duro y egoista; y pronto empezó a recordar sus días en Kyoto con amargo arrepentimiento.
Así descubrió que todavía amaba a su primera esposa, más de lo que podría amar a su segunda esposa; y empezó a sentir que fue injusto y malagradecido. Gradualmente su remordimiento creció hasta acabar con su paz mental. La memorias de la mujer que él había traicionado (su gentil forma de hablar, sus sonrisas, sus bellos ademanes, su paciencia) continuamente lo atormentaban.
Alguna veces la veía en sueños tejiendo en su telar, justo como lo hacía noche y día para ayudarlo durante su desgracia: a veces también la veía arrodillándose sola en el pequeño cuarto desolado donde la dejó, secando sus lágrimas con las desgastadas mangas de su vestido. Incluso durante las horas de su deber oficial, sus pensamientos continuamente lo llevaban a ella: y continuamente se preguntaba como le iba a ella, y que hacía…
Algo en su corazón le aseguró que ella no aceptaría a otro marido, y que ella no se rehusaría a perdonarlo. Y en secreto se prometió buscarla tan pronto como regresara a Kyoto, luego rogaría por el perdón, y haría todo lo que fuera humanamente posible para tenerla de regreso.
Pero los años pasaron.
Por fin su servicio como oficial del gobernador terminó y el samurái era libre. «Ahora regresaré con mi amada» se prometió. «¡Ah, que crueldad, que locura haberme divorciado!» Mandó a su segunda esposa con su familia (no tenían hijo); y apresurándose a Kyoto, fue a buscar a su antigua compañera, sin siquiera darse tiempo de cambiar sus ropas de viajero.
Cuando al fin llegó a la calle donde ella vivía, era tarde por la noche – la noche del décimo día del noveno mes- y la ciudad estaba silenciosa como cementerio. Pero una luna brillante hacía todo visible; y encontró la casa sin dificultad. Tenía una apariencia desierta: hierbas altas crecían hasta en el techo.
Tocó las puertas deslizantes, y nadie respondió. Se dio cuenta que las puertas no estaban cerradas desde adentro, las empujó para abrirlas y entró. El primer cuarto no tenía tapetes y estaba vacío: una brisa pasaba a través de los agujeros del entablado del piso; y la luna brillaba a través de una grieta en la pared de la habitación. Los demás cuartos tenían la misma apariencia de abandono. La casa, parecía, estaba totalmente abandonada.
Sin embargo, el samurái estaba determinado a visitar el cuarto más alejado de la entrada; un pequeño cuarto donde su esposa gustaba de reposar. Cuando se acerco a la puerta deslizante, se dio cuenta que había una luz adentro. Deslizó la puerta y emitió un grito de alegría; por que allí estaba ella, tejiendo a la luz de una lámpara de papel.
Ella lo vio a los ojos; y con una sonrisa de felicidad lo saludó, preguntando unicamente: ¿Cuándo regresaste a Kyoto? ¿Cómo me encontraste entre todos los cuartos oscuros?
Los años no la habían cambiado. Todavía se veía tan bella y joven como él la recordaba… pero más dulce que cualquier memoria vino a él el sonido de su voz, con un temblor de contenta maravilla. Complacido, se sentó junto a ella, y le contó todo: como se había arrepentido de su egoísmo, lo infeliz que había sido sin ella, los arrepentimientos constantes que tenía, lo mucho que había esperado y planeado regresar y enmendarse; mientras la acariciaba, y le rogaba el perdón una y otra vez.
Ella le respondió con amorosa gentileza, como el lo deseaba, pidiéndole que dejará de reprocharse. Estaba mal, dijo ella, que él hubiera sufrido por su culpa; pues ella siempre sintió que no había sido digna de ser su esposa. Ella sabía que él la dejó muy a su pesar, solo debido a su pobreza; y mientras habían vivido juntos, él siempre fue amable. Pero incluso si hubiera razón de enmendarse, su visita era suficiente para ella: ¿Qué felicidad más grande podía haber que verlo una vez más aunque fuera por un momento?
«¿Solo por un momento? replicó, con una risotada… «!Di, mejor, que por el tiempo de siete vidas! Mi amor, a menos que tu te niegues, me gustaría regresar y vivir contigo siempre, siempre, siempre. Nada va a separarnos otra vez. Ahora tengo medios y amigos: ya no tenemos que temer a la pobreza. Mañana ordenaré que traigan mis cosas, y mis sirvientes vendrán y haremos que este hogar se vea hermoso otra vez… Esta noche» agregó como disculpa «vine muy tarde, y sin siquiera cambiar mis ropas, solo por el deseo de verte y contarte todo».
Ella se veía satisfecha por sus palabras; y luego le contó todo lo que había pasado en Kyoto durante su ausencia… menos de sus propios pesares que dulcemente se rehusó a contar.
Hablaron casi toda la noche… Entonces ella lo llevó a un cuarto más acogedor, viendo al sur, un cuarto que había sido su alcoba matrimonial en otros tiempos. «¿No hay nadie más en la casa que te ayude?» él preguntó, y ella empezó a preparar un futón para él. «No,» respondió, al tiempo que sonreía: «no podía pagarle a un sirviente, así que he vivido aquí sola». «Mañana tendrás suficientes sirvientes,» él dijo «buenos sirvientes, y todo lo que puedas necesitar». Se acostaron a descansar, pero no durmieron: había tanto que tenían que decirse… y hablaron del pasado, del presente y del futuro, hasta que llegó el gris amanecer. Entonces el samurái se sintió fatigado y no pudo evitar quedarse dormido.
Cuando despertó, la luz del día entraba a través de las rendijas de la ventana; y se encontró, para su sorpresa, acostado en las tablas desgastadas de un suelo mohoso… ¿Había sido todo un sueño? No: allí estaba ella: dormida… se acercó a ella y gritó, ante él yacía el esqueleto de una mujer envuelto en una mortaja mortuoria, no había nada más que huesos y su largo cabello negro enmarañado.
Se levantó temblando y sintiéndose enfermo pero pronto el escalofriante horror se torno en una desesperanza intolerable, en un dolor tan atroz, que se aferró a una sombra burlona de duda. Fingiendo que no conocía el vecindario, fue a la casa de los vecinos para preguntar que había ocurrido en la casa de su esposa. «Nadie vive en aquella casa,» le respondió uno de sus vecinos «le pertenecía a la esposa de un samurái que dejó la ciudad hace varios años. El se divorció para casarse con otra mujer antes de irse lejos; a ella le afectó mucho y enfermó. No tenía familiares en Kyoto ni nadie que cuidara de ella, y murió en otoño de ese mismo año, en el décimo día del noveno mes…»